Investigadores de Japón lograron que una mosca cambie su forma de cortejar al activar un solo gen, revelando conductas ocultas en el genoma.
Investigadores en Japón alcanzó algo que parece sacado de ciencia ficción: tomar el comportamiento de una especie de mosca y transmitirlo a otra, sin entrenamiento ni aprendizaje, solo activando un gen. En biología un gen es una instrucción escrita en el ADN, un interruptor que puede estar encendido o apagado, y que le dice a la célula qué proteínas fabricar.
Esas proteínas, a su vez, moldean desde la forma de un órgano hasta las conductas más complejas. Y lo curioso es que la mayoría de nuestros genes están apagados: solo una minoría está activa en cada célula, lo que explica por qué una neurona no actúa como una célula muscular, aun teniendo el mismo manual de instrucciones.
En este experimento los científicos trabajaron con dos especies de Drosophila. Una de ellas corteja cantando, la otra lo hace regurgitando comida como regalo. Al activar un gen llamado Fruitless en neuronas productoras de insulina de la mosca cantora, de pronto esta empezó a comportarse como si perteneciera a la otra especie, ofreciendo alimento regurgitado como parte de su cortejo. No hubo transmisión cultural, no hubo ensayo y error, solo un cambio en el cableado interno que estaba ahí, esperando a ser encendido.
Lo interesante es lo que esto implica: existen conductas dormidas, repertorios ocultos en el genoma, que no aparecen en la vida cotidiana porque sus interruptores están en posición “off”. La evolución no siempre inventa cosas nuevas, muchas veces guarda recursos latentes y los recicla cuando conviene. Es como si lleváramos dentro un almacén de posibilidades que rara vez salen a la luz.
Por supuesto, no tardan en aparecer los de siempre, los que se entusiasman con visiones delirantes: que esto significa que vamos a manipular humanos para que repitan rituales de moscas, que la ingeniería genética va a domesticar poblaciones enteras, que ahora sí llegó el futuro distópico. Lo mismo que pasa cada vez que surge un avance en biología o en inteligencia artificial: en lugar de detenerse un segundo a mirar el logro en sí, la reacción automática es correr hacia escenarios apocalípticos de control total. Lo gracioso es que esos escenarios son siempre más espectaculares que lo que realmente ocurre en los laboratorios, donde la mayoría del tiempo los científicos pelean con moscas que no hacen lo que se supone que deben hacer.
La pregunta sensata que deja este hallazgo es otra: si la mayoría de los genes están apagados, ¿cuántos comportamientos, habilidades o respuestas se esconden en ese manual dormido? En medicina ya sabemos que algunos genes se encienden y causan cáncer, o que otros permanecen silenciados para evitar problemas. La novedad aquí es que no se trata de enfermedades, sino de conductas completas, de patrones de acción que tal vez nunca veríamos si no se activara el interruptor adecuado.
Lo importante no es fantasear con humanos transformados en caricaturas genéticas, sino comprender que la vida funciona también como un sistema de reservas ocultas. Cada ser vivo no es solo lo que muestra, sino también lo que calla en su genoma. Este experimento con moscas abre la puerta a pensar en esas reservas de posibilidades, y lo hace con un gesto que parece mínimo pero que en realidad cambia el enfoque: prender un solo gen puede revelar un comportamiento que parecía inexistente. Y eso, aunque los apocalípticos prefieran imaginar ejércitos de humanos vomitando para cortejar, es lo que realmente importa.